lunes, 14 de septiembre de 2009
UNA EXCURSION A LOS INDIOS RANQUELES-CAPITULO 2
Hacía ya mucho tiempo que yo rumiaba el pensamiento de ir a Tierra Adentro.
El trato con los indios que iban y venían al Río Cuarto, con motivo de las negociaciones de paz entabladas, había despertado en mí una indecible curiosidad.
Es menester haber pasado por ciertas cosas, haberse hallado en ciertas posiciones, para comprender con qué vigor se apoderan ciertas ideas de ciertos hombres; para comprender que una misión a los ranqueles puede llegar a ser para un hombre como yo, medianamente civilizado, un deseo tan vehemente, como puede ser para cualquier ministril una secretaría en la embajada de París.
El tiempo, ese gran instrumento de las empresas buena y malas, cuyo curso quisiéramos precipitar, anticipándonos a los sucesos para que estos nos devoren o nos hundan, me había hecho contraer ya varias relaciones, que puedo llamar íntimas.
La china Carmen, mujer de veinticinco años, hermosa y astuta, adscrita a una comisión de las últimas que anduvieron en negociado conmigo, se había hecho mi confidente y amiga, estrechándose estos vínculos con el bautismo de una hijita mal habida que la acompañaba y cuya ceremonia se hizo en el Río Cuarto con toda pompa, asistiendo un gentío considerable y dejando entre los muchachos un recuerdo indeleble de mi magnificencia, a causa de unos veinte pesos bolivianos que cambiados en medios y reales arrojé a la manchancha esa noche inolvidable, al son de los infalibles gritos: ¡padrino pelado!
Solo quien haya tenido ya el gusto de ser padrino, comprenderá que noches de ese género pueden ser realmente inolvidables para un triste mortal sin antecedentes históricos, sin títulos para que su nombre pase a la posteridad, grabándose con caracteres de fuego en el libro de oro de la historia.
¡Ah!, tu has sido padrino pelado alguna vez, y me comprenderás.
Carmen no fue agregada sin objeto a la comisión o embajada ranquelina en calidad de lenguaraz, que vale tanto como secretario de un ministro plenipotenciario.
Mariano Rosas ha estudiado bastante el corazón humano, como que no es un muchacho; conoce a fondo las inclinaciones y gustos de los cristianos, y por un instinto que es de los pueblos civilizados y de los salvajes, tiene mucha confianza en la acción de la mujer sobre el hombre, siquiera esté ésta reducida a una triste condición.
Carmen fue despachada, pues, con su pliego de instrucciones oficiales y confidenciales por el Tayllerand del desierto, y durante algún tiempo se ingenió con bastante habilidad y maña. Pero no con tanta que yo no me apercibiese, a pesar de mi natural candor, de lo complicado de su misión, que a haber dado con otro Hernán Cortés habría podido llegar a ser peligrosa y fatal para mí, desacreditando gravemente mi gobierno fronterizo.
Pasaré por alto infinidad de detalles, que te probarían hasta la evidencia todas las seducciones a que está expuesta la diplomacia de un jefe de fronteras, teniendo que habérselas con secretarios como mi comadre; y te diré solamente que esta vez se le quemaron los libros de su experiencia a Mariano, siendo Carmen misma la que me inició en los secretos de su misión.
El hecho es que nos hicimos muy amigos, y que a sus buenos informes del compadre debo yo en parte el crédito de que llegué precedido cuando hice mi entrada triunfal en Leubucó.
Otra conexión íntima contraje también durante las últimas negociaciones.
El cacique Ramón, jefe de las indiadas del Rincón, me había enviado su hermano mayor, como muestra de su deseo de ser mi amigo.
Linconao, que así se llama, es un indiecito de unos veintidós años, alto, vigoroso, de rostro simpático, de continente airoso, de carácter dulce, y que se distingue de los demás indios en que no es pedigüeño.
Los indios viven entre los cristianos fingiendo pobrezas y necesidades, pidiendo todos los días; y con los mismos preámbulos y ceremonias piden una ración de sal, que un poncho fino o un par de espuelas de plata.
Tener que habérselas con una comisión de estos sujetos, para un jefe de frontera, presupone tener que perder todos los días unas cuatro horas en escucharles.
Yo, que por mi temperamento sanguíneo-bilioso no soy muy pacienzudo que digamos, he descubierto con este motivo que el deber puede modificar fundamentalmente la naturaleza humana.
En algunos parlamentos de los celebrados en el Río Cuarto, más de una vez derroté a mis interlocutores, cuyo exordio sacramental era: - Para tratar con los indios se necesita mucha paciencia, hermano.
No sé si tenéis idea de lo que es un parlamento en tierra de cristianos; y digo en tierra de cristianos, porque en tierra de indios, el ritual es diferente.
Un parlamento es una conferencia diplomática.
La comisión se manda anunciar anticipadamente con el lenguaraz. Si la componen veinte individuos, los veinte se presentan.
Comienzan por dar la mano por turno de jerarquía y en esa forma, se sientan, con bastante aplomo, en las sillas o sofás que se les ofrecen.
El lenguaraz, es decir, el intérprete secretario, ocupa la derecha del que hace cabeza.
Habla éste y el lenguaraz traduce, siendo de advertir que aunque el plenipotenciario entienda el castellano y lo hable con facilidad, no se altera la regla.
Mientras se parlamenta hay que obsequiar a la comisión con licores y cigarros.
Los indios no rehúsan jamás beber, y cigarros, aunque no los fumen sobre tablas, reciben mientras les den.
Pero no beben ni fuman cuando no tienen confianza plena en la buena fe del que les obsequia, hasta que éste no lo haya hecho primero.
Una vez que la confianza se ha establecido cesan las precauciones, y echan al estómago el vaso de licor que se les brinda, sin más preámbulos que el de sus preocupaciones.
Una de ellas estriba en no comer ni beber cosa alguna, sin antes ofrecerle las primicias al genio misterioso en que creen y al que adoran sin tributarle culto exterior.
Consiste esta costumbre en tomar con el índice y el pulgar un poco de la cosa que deben tragar o beber y arrojarla a un lado, elevando la vista al cielo y exclamando: ¡Para Dios!
Es una especie de conjuro. Ellos creen que el diablo, Gualicho, está en todas partes, y dándole lo primero a Dios, que puede más que aquél, se hace el exorcismo.
El parlamento se inicia con una serie inacabable de salutaciones y preguntas, como verbigracia: ¿Cómo está usted? ¿Cómo están sus jefes, oficiales y soldados? ¿Cómo le ha ido a usted desde la última vez que nos vimos? ¿No ha habido alguna novedad en la frontera? ¿No se le han perdido algunos caballos?
Después siguen los mensajes, como por ejemplo: - Mi hermano, o mi padre, o mi primo, me han encargado le diga a usted que se alegrará que usted esté bueno en compañía de todos sus oficiales y soldados; que desea mucho conocerle; que tiene muy buenas noticias de usted; que ha sabido que desea usted la paz y que eso prueba que cree en Dios y que tiene un excelente corazón.
A veces cada interlocutor tiene su lenguaraz, otras es común.
El trabajo del lenguaraz es ímprobo en el parlamento más insignificante. Necesita tener una gran memoria, una garganta de privilegio y muchísima calma y paciencia.
¡Pues es nada antes de llegar al grano tener que repetir diez o veinte veces lo mismo!
Después que pasan los saludos, cumplimientos y mensajes, se entra a ventilar los negocios de importancia, y una vez terminados éstos, entra el capítulo quejas y pedidos, que es el más fecundo.
Cualquier parlamento dura un par de horas, y suele suceder al rato de estar en él, que varios de los interlocutores están roncando. Como el único que tiene responsabilidad en lo que se ventila es el que hace cabeza, después que cada uno de los que le acompañan ha sacado su piltrafa, ya la cosa ni le interesa ni le importa y, no pudiendo retirarse, comienza a bostezar y acaba por dormirse, hasta que el plenipotenciario, apercibiéndose del ridículo, pide permiso para terminar y retirarse, prometiendo volver muy pronto, pues tiene muchas cosas más que decir aún.
Linconao fue atacado fuertemente de las viruelas, al mismo tiempo que otros indios.
Trajéronme el aviso, y siendo un indio de importancia que me estaba muy recomendado y que por sus prendas y carácter me había caído en gracia, fuime en el acto a verle.
Los indios habían acampado en tiendas de campaña que yo les había dado, sobre la costa de un lindo arroyo tributario del Río Cuarto.
En un albardón verde y fresco, pintado de flores silvestres, estaban las tiendas en dos filas, blanqueando risueñamente sobre el campestre tapete.
Todos ellos me esperaban mustios, silenciosos y aterrados, contrastando el cuadro humano con el de la riente naturaleza y la galanura del paisaje.
Linconao y otros indios yacían en sus tiendas revolcándose en el suelo con la desesperación de la fiebre; sus compañeros permanecían a la distancia, en un grupo, sin ser osados a acercarse a los virulentos y mucho menos a tocarles.
Detrás de mí iba una carretilla ex profeso.
Acerquéme primero a Linconao y después a los otros enfermos; habléles a todos animándolos, llamé a algunos de sus compañeros para que me ayudaran a subirlos al carro; pero ninguno de ellos obedeció, y tuve que hacerlo yo mismo con el soldado que lo tiraba.
Linconao estaba desnudo y su cuerpo invadido de la peste con una virulencia horrible.
Confieso que al tocarle sentí un estremecimiento semejante al que conmueve la frágil y cobarde naturaleza cuando acometemos un peligro cualquiera.
Aquella piel granulenta al ponerse en contacto con mis manos me hizo el efecto de una lima envenenada.
Pero el primer paso estaba dado y no era noble, ni digno, ni humano, ni cristiano, retroceder, y Linconao fue alzado a la carretilla por mí, rozando su cuerpo mi cara.
Aquel fue un verdadero triunfo de la civilización sobre la barbarie; del cristianismo sobre la idolatría.
Los indios quedaron profundamente impresionados; se hicieron lenguas alabando mi audacia y llamáronme su padre.
Ellos tienen un verdadero terror pánico a la viruela, que sea por circunstancias cutáneas o por la clase de su sangre, los ataca con furia mortífera.
Cuando en tierra adentro aparece la viruela, los toldos se mudan de un lado al otro, huyendo las familias despavoridas a largas distancias de los lugares infestados.
El padre, el hijo, la madre, las personas más queridas son abandonadas a su triste suerte, sin hacer más en favor de ellas que ponerles alrededor del lecho agua y alimentos para muchos días.
Los pobres salvajes ven en la viruela un azote del cielo, que Dios les manda por sus pecados.
He visto numerosos casos y son rarísimos los que se han salvado, a pesar de los esfuerzos de un excelente facultativo, el doctor Michaut, cirujano de mi división.
Linconao fue asistido en mi casa, cuidándolo una enfermera muy paciente y cariñosa, interesándose todos en su salvación, que felizmente conseguimos.
El cacique Ramón me ha manifestado el más ardiente agradecimiento por los cuidados tributados a su hermano, y éste dice que después de Dios, su padre soy yo, porque a mí me debe la vida.
Todas estas circunstancias, pues, agregadas a las consideraciones mentadas en mi carta anterior, me empujaban al desierto.
Cuando resolví mi expedición, guardé el mayor sigilo sobre ella.
Todos vieron los preparativos, todos hacían conjeturas, nadie acertó.
Sólo un fraile amigo conocía mi secreto.
Y esta vez no sucedió lo que debiera haber sucedido de ser cierto el dicho del moralista: Lo que uno no quiere que se sepa no debe decirse.
Es que la humanidad, por más que digan, tiene muchas buenas cualidades, entre ellas la reserva y la lealtad.
Supongo que serás de mi opinión, y con esto me despido hasta mañana.
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